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“No tiene ojos. Creo que el hombre que susurra está muerto”.
Fue Martín el que le dijo a Lucas que tenía que escribir sus sueños. Que solo así ellos, Martín, Lucas y Gael, podrían descubrir qué significaban. Pero no era fácil. Lucas casi nunca recordaba qué había soñado. A veces, pasaba semanas enteras sin recordar ningún sueño. Una vez, incluso llegó a pensar que se había librado por fin de aquellas pesadillas. Pero se equivocaba o, al menos, eso le había dicho Martín. – Siempre soñamos, cada noche, de hecho, cada vez que dormimos. Lo que pasa es que casi nunca recordamos nuestros sueños después . Martín tenía una forma de decir las cosas que no admitía discusión. Eso le molestaba a Lucas que, un poco por llevarle la contraria y otro poco por curiosidad, empezaba a hacerle preguntas. – ¿Y tú cómo lo sabes? – Lo leí en un libro. – ¿El qué? – Eso, que mientras dormimos, nuestro cerebro no descansa. Sigue trabajando incluso con más intensidad que si estuviéramos despiertos. – ¿Y eso qué tiene que ver con soñar cada noche y después olvidarlo todo? – Es que no soñamos igual toda la noche. El cerebro pasa por fases diferentes. Se relaja y se activa varias veces hasta llegar a la fase REM, la más agitada de todas. Si alguien se despierta en ese momento recordará sus sueños perfectamente, como si fueran reales. Lo malo es que la fase REM apenas dura cinco minutos y cuando sucede estamos dormidos profundamente. Así que casi siempre nos despertamos durante una fase de sueño más relajada y, después, no recordamos qué hemos soñado. – ¿Pero entonces siempre soñamos? – Siempre. Lucas se quedó callado mirando al suelo. Lo hacía siempre que había algo que no entendía. – Entonces, qué pasa con los sueños que olvidamos. Me refiero a todos los sueños que tenemos y que después nunca recordamos. ¿Para qué los soñamos? Martín no supo qué contestar. El libro de la biblioteca no decía nada sobre aquello. Aunque sabía muchas cosas, a Martín le molestaba cuando alguien le dejaba en evidencia.
El caso es que cuando Lucas se despertó a la mañana siguiente se había olvidado del sueño. Se sentía cansado, como si hubiera dormido mal, pero del rostro que susurraba ya no recordaba nada. Se quedó un rato en la cama sin ganas de levantarse. – Venga hermanito, intenta no llegar tarde al colegio la última semana. ¡A ver si el director te castiga y te hace seguir yendo a clase todo el mes de julio! Lucas gruñó. La voz de su hermana y el recuerdo del director le acabaron de amargar la mañana. Cuando bajó a la cocina, su hermana ya había preparado el desayuno. – Si tienes más hambre, abre otro paquete de cereales. Mamá llamó hace un rato. Se ha tenido que quedar a hacer horas extras en el hotel. Dice que cojas dinero de la hucha para pagar el almuerzo del colegio. – ¿Otra vez? – No te quejes, la comida de la otra escuela era peor. – Sí, pero entonces mamá no tenía que trabajar por la noche. – Es temporal, ya lo sabes. Así que no pongas cara de acelga. Venga... Si quieres te dejo coger un poco de dinero extra de la hucha para un helado. Mamá no se dará cuenta. Lucas no dijo nada, simplemente, la miró enojado. Le molestaba cuando ella o su madre le trataban todavía como a un niño. Todo se reducía a ofrecerle algo para que dejara de quejarse, cómo ahora que le ofrecían dinero. Pero, en realidad, lo que pasaba es que no querían discutir de verdad los problemas que él planteaba. Igual que cuando tenía ocho años y le ofrecían golosinas para que se callara. Pero no tenía ganas de discutir, así que se concentró en su tazón de leche con cereales. Ya estaba a punto de acabárselo, cuando se dio cuenta de que algo no estaba bien. Algo que había mencionado su hermana... La hucha donde la madre guardaba el dinero. Lucas chasqueó los dientes. Su hermana conocía bien aquel gesto y aquel ruidito. – ¿Y ahora qué pasa? ¿Qué es lo que has olvidado esta vez? – La hucha. ¿Dónde está la hucha? – ¿Cómo que dónde está? Donde la dejaste ayer, en el salón. La verdad, me cansa un poco este juego tuyo de olvidar cosas. Pero por mucho que Lucas intentaba recordar cómo era la hucha y dónde estaba, no lo conseguía. Su hermana, enfadada, se levantó y fue a buscarla al salón. – Hoy no tengo tiempo para tus pérdidas de memoria. Coge diez euros y lárgate al colegio de una vez antes de que me arrepienta. Lucas miró el elefante hueco lleno de monedas que su madre utilizaba a modo de hucha. Pero no consiguió reconocerlo. Era como si no lo hubiera visto jamás. Y, sin embargo, el día de antes había cogido dinero de aquella figura. “¿Qué más habré olvidado esta vez?”, pensó para sus adentros. Ésa era la señal. Porque siempre que Lucas tenía un “sueño especial”, olvidaba algo. Normalmente, se trataba de cosas sin importancia, un objeto, un nombre, el rostro de un conocido... Pero no tenían tiempo para descubrirlo. Se hacía tarde. Lucas subió corriendo a su habitación, metió la libreta de sueños en la mochila y se marchó en bicicleta al colegio.”
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