Albert Casasín -- Writer

EL DETECTIVE CONEJO

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Arte 1

 

"Nunca te fíes de un conejo que cuando habla tiene una oreja más alta que la otra, eso significa que está mintiendo”. La frase no es mía. Se la escuché una vez a un detective de la sección de roedores y fue entonces cuando empecé a usar gomina. Me acostumbré a peinarme hacia atrás, con mucho brillantina, para pegar bien las orejas a la cabeza. No es que me guste mentir, pero como soy investigador privado tengo que hacerlo a menudo y, si me descubren, suelo meterme en líos. Lo que pasa es que engañar tiene un gran inconveniente. A veces, estás tan pendiente de disimular tu embuste que no te das cuenta de que los demás también te están mintiendo. De haberlo sabido antes, me habría evitado muchos problemas aquel verano que me vi envuelto en el misterioso caso de la receta de los Fetuchini.

Sucedió al final de la estación de las hortalizas frescas. Lo recuerdo porque en el bar de Charly servían un zumo de zanahoria tan amargo que parecía sopa de zapato. Aquel día hacía mucho calor en Ciudad Herbívora. Yo estaba en mi madriguera—oficina sin nada que hacer. No tenía casos ni clientes. Así que decidí echarme una siesta. Apagué la luz y me acurruqué sobre la esterilla de paja donde hacía esperar a las visitas. La verdad, creo que no tenía muchas ganas de trabajar. Llevaba una temporada en la que solo me dedicaba a resolver aburridos casos de hortalizas. Conejos angustiados que venían a verme porque alguien les comía a escondidas las zanahorias del huerto. Y me llamaban para que descubriera quién era. Ya estaba completamente dormido cuando me despertó el sonido del teléfono. Todavía medio atontado, descolgué el auricular. — ¡Es usted el detective Conejo! ¡Es usted el detective Conejo! Dije que sí, porque me pilló desprevenido. Normalmente, primero pongo otra voz para hacerme pasar por el secretario de mi oficina y después respondo. A los clientes les gusta hablar con un detective que tiene secretario. Por el tono de aquella voz, distinguí que se trataba de un conejo y parecía bastante nervioso. Me exigía que fuera a verlo inmediatamente. Su voz era insistente pero al mismo tiempo amable, tal vez demasiado. No tengo nada contra los conejos amables, pero siempre desconfío de un desconocido que intenta comportarse conmigo como si fuera mi amigo de toda la vida. Eso es señal de que oculta algo. — Disculpe amigo, pero antes de que empiece a explicarme su historia debería advertirle que mis honorarios no son precisamente baratos. Le interrumpí de malos modos porque estaba de mal humor. Me molestaba que me hubiera despertado en mitad de mi siesta herbívora para explicar. me, suponía yo, otro caso de topos. En las últimas semanas solo me ofrecían ese tipo de casos. Conejos que denunciaban a topos porque cavaban túneles de noche, porque entraban sin permiso en sus campos de zanahorias o simplemente porque hacían mucho ruido. Y me llamaban a mí para que encontrara pruebas con que denunciarles. Pero yo rechazaba esos casos. Estaban mal pagados y, además, no quería meterme en aquella rivalidad entre topos y conejos por el control del subsuelo de Ciudad Herbívora. El caso es que el conejo que estaba al otro lado del teléfono insistía en que yo fuera a verlo enseguida. Y como aquello me sonaba a otro caso de topos, se lo dije claramente: —Mire, no acepto casos de topos, lo siento. Tendrá que buscarse a otro detective. Pero, cuando ya pensaba que me había librado de aquel roedor inoportuno, él pronunció la palabra mágica... ¡dinero! —Le daré diez monedas solo por venir a verme y escuchar lo que tengo que explicarle. Estoy seguro de que le interesará. Me quedé callado. Diez monedas era mucho dinero para un primer pago y yo tenía demasiadas facturas pendientes en aquella madriguera de detective de segunda categoría. Así que acepté su propuesta y me desperté definitivamente de mi siesta herbívora.

El cliente se llamaba Monsieur André. Era chef y propietario de El roedor feliz, uno de esos restaurantes distinguidos de los que uno oye hablar a menudo pero a los que nunca va. Y continué sin ir, porque la dirección que me dio por teléfono resultó ser la puerta de servicio del local. “Hummmm”, pensé (si es que se puede pensar una palabra con tantas consonantes), “demasiado secretismo para un simple caso de topos”. Cuando llegué me dio la sensación de que aquel tipo llevaba un buen rato esperándome junto a la puerta, porque me abrió en seguida. Yo todavía tenía la pata presionando el timbre cuando él hizo girar la cerradura. Tal vez, para disimular su ansiedad, empezó a comportarse de forma exageradamente amable conmigo. Se interesó en si había tenido problemas para encontrar la dirección, en si había podido aparcar cerca del restaurante, se quejó del tráfico en aquella parte de la ciudad... Pero una vez entramos en la cocina, y se aseguró de que estábamos solos, perdió toda su buena educación. Se puso a hablar como un conejo alborotado. Daba golpes en el suelo con las patas traseras, enseñaba los dientes cuando chillaba y no paraba de mover la cabeza de arriba a abajo. —¡Un sabotaje, esto es un sabotaje! Alguien está royendo todos mis instrumentos de madera. Al principio pensé que era cosa de ratones. Esas bandas de roedores están acabando con la buena reputación del barrio. Así que dejé unas cuantas trampas con trozos de queso por el suelo pero no sirvieron de nada, a la mañana siguiente, las trampas habían saltado pero el queso seguía intacto. Eso sí, alguien habían vuelto a roer mis cucharas de madera. Todas. Esto es cosa de profesionales, estoy seguro. Alguien pretende arruinar mi restaurante. ¡Saben que sin mis instrumentos de madera no puedo cocinar! Examiné los utensilios con mi cristal de aumento. El asaltante sabía lo que se hacía. Estaban completamente destrozados. Ya no servían para cocinar. Sin embargo, las marcas parecían demasiado grandes para la dentadura de una rata. Tampoco parecía ser obra de un animal pequeño o ágil, porque en su última visita el ladrón había tropezado con todas las trampas para ratones colocadas en el suelo. Fuera quien fuese, debía sentir en aquel momento un dolor terrible en todas sus patas. Seguí examinando el resto de la cocina. En general, exceptuando los instrumentos de madera, el daño no parecía tan grave. No, al menos, para lo nervioso que parecía aquel conejo. Es verdad que, debido a la guerra con los carnívoros del norte, la madera escaseaba. El gobierno había ordenado distribuir cuerdas de esparto para que los roedores pudieran desgastar sus dientes en constante crecimiento. Pero muchos animales se quejaban de que la sensación no era la misma. Y tenían razón. Yo mismo acudía al mercado negro para comprar madera a escondidas. — ¿Cuántas veces le han asaltado? — Ésta es la tercera. — ¿Y por qué no ha llamado a la policía? — No, nada de policía. A este restaurante vienen conejos muy importantes y a nadie le gusta cenar en un local donde hay un coche de policía en la puerta. No quiero que el departamento de roedores meta sus orejas en este asunto. — Está bien. ¿Y tiene alguna idea de quién podría estar interesado en que las cosas fueran mal en su restaurante? — Eso es lo que quería explicarle. Hay un tipo, el chef Von Helmut, tiene un restaurante justo al otro lado de la calle. Es un conejo con muy mal carácter. Siempre me ha envidiado porque mi local tiene más éxito que el suyo. No digo que haya sido él, claro que no, pero me jugaría una cesta de zanahorias a que está detrás de todo esto. — Ya... Y qué hay de sus empleados, ¿podría facilitarme una lista de los animales que pueden entrar en este lugar de noche? — Detective, creo que no me ha entendido bien. Tengo plena confianza en todos los que trabajan para mí, no tiene por qué preocuparse de ellos. Le he dicho que el único animal que puede estar interesado en hacerme daño es el chef Von Helmut. Ese tipo está loco. Se lo aseguro. Es un radical de la zanahoria cruda y nos insulta a los demás conejos chefs por no hacer lo mismo. Tiene que ser él, estoy seguro. Miré la posición de sus orejas, y no hice más preguntas. Estaba claro que mentía. Había algo turbio entre el tal Von Helmut y él. Algo que no quería explicarme. Sospeché que los ataques a su cocina no era lo que de verdad le importaba. Un conejo de su posición y de su fortuna podía reponer fácilmente los instrumentos dañados. Tal vez, la verdadera intención de todo aquello era utilizar aquel caso de vandalismo para acusar a Von Helmut. Por eso me necesitaba. Yo tenía que encontrar las pruebas para incriminar al otro cocinero. Lo cierto es que a mi eso no me importaba. No es que sea un detective sin escrúpulos, pero, al fin y al cabo, a un detective le pagan para encontrar pruebas, ¿no? Pero mi problema era otro. ¿Y si después las pruebas indicaban que el culpable era otro animal? Tal vez Monsieur André se llevaría una gran decepción. Tal vez, incluso no querría pagarme. Ya me había pasado otras veces. No merecía la pena arriesgarse. Así que iba a decirle que no, que se buscara a otro detective, cuando el tipo volvió a pronunciar las palabras mágicas. — Aquí tiene las diez monedas que le prometí y treinta más como adelanto de las cien que le daré si encuentra al culpable. Definitivamente aquel caso olía a zanahoria podrida, pero por cien monedas bien podía arriesgarme a entrar en una madriguera con trampa.”

Excerpt from "El detective conejo”.

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Arte 1

 

 

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